jueves, 3 de enero de 2013

El círculo del 99

      Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente que, como todo sirviente de rey triste, era muy feliz. Todas las mañanas llegaba con el desayuno y despertaba al rey cantando y tarareando alegres canciones de juglares. Una sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre serena y alegre. Un día, el rey lo mandó llamar.

     -Paje, ¿cuál es el secreto de tu alegría?- le preguntó.
     -No hay ningún secreto, alteza.
     -No me mientas, paje. He mandado cortar cabezas por ofensas menores que una mentira.
     -No le miento, alteza. No guardo ningún secreto.
     -¿Por qué estás siempre tan alegre y feliz? ¡Eh! ¿Por qué?
    -Majestad, no tengo razones para estar triste. Su alteza me honra permitiéndome atenderlo. Tengo mi esposa y mis hijos viviendo en la casa que la corte nos ha asignado, somos vestidos y alimentados; además, su alteza me premia de cuando en cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos, ¿cómo no estar feliz?
    -Si no me dices ahora mismo el secreto, te haré decapitar -dijo el rey-. Nadie puede feliz por esas razones.
    -Pero majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero no hay nada que yo esté ocultando...
    -Vete. ¡Vete antes de que llame al verdugo!
    El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación.

    El rey estaba como loco. No consiguió explicarse cómo el paje estaba tan feliz viviendo de prestado, usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando se tranquilizó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la mañana.

    -¿Por qué él es feliz?
    -¡Ah, majestad! Lo que sucede es que ´él está fuera del círculo.
    -¿Fuera del círculo?
    -Así es.
    -¿Y cómo salió?
    -¡Nunca entró!
    -¿Qué círculo es ese?
    -El círculo del noventa y nueve.
    -Verdaderamente, no entiendo nada.
    -La única manera para que entendiera sería mostrárselo con hechos.
    -¿Cómo?
    -Haciendo entrar a tu paje en el círculo.
    -¡¡¡Eso!!!, obliguémosle a entrar.
    -Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.
    -Entonces habrá que engañarlo.
    -No hace falta, su majestad. Si le damos la oportunidad, él entrará solito, solito.
    -¿Pero él no se dará cuenta de que eso será su infelicidad?
    -Sí, se dará cuenta.
    -Entonces no entrará.
    -No lo podrá evitar.
   
-¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese ridículo círculo y de todos modos entrará en él y no podrá salir?
    -Tal cual. Majestad, ¿está dispuesto a perder un excelente sirviente para poder entender la estructura del círculo?
    -Sí.
    -Bien, esta noche le pasaré a buscar. Debe tener preparada una bolsa de cuero con noventa y nueve monedas de oro, ni una más, ni una menos. ¡Noventa y nueve!
    -¿Qué más? ¿Llevo los guardias por si acaso?
    -Nada más que la bolsa de cuero, majestad. Hasta la noche.

    Hasta la noche, así fue. Esa noche, el sabio pasó a buscar al rey. Juntos, se escurrieron hasta los patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. Allí esperaron al alba. Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el hombre sabio agarró la bolsa y le pinchó un papel que decía:

"Este tesoro es tuyo. Es el premio por ser un buen hombre. Disfrútalo y no cuentes a nadie cómo lo encontraste".

    Luego, ató la bolsa con el papel en la puerta del sirviente; golpeó la puerta y volvió a esconderse.

    Cuando el paje salió al patio, el sabio y el rey espiaban, detrás de unas matas, lo que sucedía. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y, al escuchar el sonido metálico, se estremeció, apretó la bolsa contra su pecho, miró hacia todos los lados de la puerta y volvió a entrar.
    El sabio y el rey se asomaron a la ventana para ver la escena. El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa y dejado sólo la vela.
    Se había sentado y había vaciado el contenido de la bolsa en la mesa. Sus ojos no podían creer lo que veían. ¡Era una montaña de monedas de oro!
    Él, que nunca había tocado una de estas monedas, tenía hoy una montaña de ellas. El paje tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacía brillar la luz de la vela sobre ellas. Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas. Así, jugando y jugando, empezó a hacer pilas de diez monedas.
    Una pila de diez, dos, tres, cuatro, cinco, seis pilas de diez... Y mientras, sumaba diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta..., hasta que formó la última pila: ¡¡noventa y nueve monedas!!

    Su mirada recorrió la mesa primero, buscando una moneda más; luego, el piso, y finalmente la bolsa.
   "No puede ser", pensó.
    Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja.
    -¡¡Me robaron!! -gritó-. Me robaron, malditos.
    Una vez más, rebuscó en la mesa, en el piso, en la bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos y corrió los muebles, pero no encontró lo que buscaba.
    Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita resplandeciente le recordaba que había noventa y nueve monedas de oro. "Sólo noventa y nueve monedas".
    "Es mucho dinero", pensó.
    "Pero me falta una moneda. Noventa y nueve no es un número completo -pensaba-. Cien es un número completo, pero noventa y nueve, ¡¡no!!"

    El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma: estaba con el ceño fruncido y los rasgos tensos, los ojos se habían vuelto pequeños y arrugados, y la boca mostraba un horrible rictus, por el que asomaban los dientes. El sirviente guardó las monedas en la bolsa y mirando hacia todos los lados para ver si alguno de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Luego, tomó papel y pluma, y se sentó a hacer cálculos.
     ¿Cuánto tiempo tendría que ahorrar el sirviente para comprar su moneda número cien?
     Todo el tiempo hablaba solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla.    Después, quizás, no necesitaría trabajar más. Con cien monedas de oro un hombre puede dejar de trabajar. Con cien monedas de oro un hombre es rico. Con cien monedas de oro se puede vivir tranquilo.
     Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario.
    "Doce años es mucho tiempo", pensó.
    Quizá pudiera pudiera pedirle a su esposa que buscara trabajo en el pueblo por un tiempo. Y él mismo, después de todo, terminaba su tarea en el palacio a las cinco de la tarde; podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello.
    Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete años reuniría el dinero.
    ¡¡¡Era demasiado tiempo!!!
    Quizá pudiera llevar al pueblo las sobras de la comida todas las noches y venderlas por unas monedas. De hecho, cuanto menos comieran, más comida habría para vender..., vender..., vender.
Estaba haciendo calor. ¿Para qué tanta ropa de invierno? ¿Para qué más de un par de zapatos?
    Era un sacrificio, pero en cuatro años de sacrificios llegaría a su moneda cien.
    El rey y el sabio volvieron a palacio.
    El paje había entrado en el círculo del noventa y nueve...

    Durante los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal como se le ocurrieron aquella noche.
    Una mañana, el paje entró en la alcoba real golpeando las puertas, refunfuñando de malas pulgas.
    -¿Qué te pasa?- preguntó el rey, de buen modo.
    -Nada me pasa; nada me pasa.
    -Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.
    -Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría su alteza, que fuera su bufón y su juglar también?

    No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.



Como ya podéis imaginar, este cuento tiene una gran moraleja:

Debemos disfrutar de lo que tenemos y de nuestro día a día. Eso no significa que no nos pongamos objetivos. Todo lo contrario: debemos disfrutar del "camino" que nos lleva hacia ellos.
Nuestras metas en la vida deberán estar fijadas acorde a nuestros principios y valores y, sobre todo, con la conciencia de que esas metas son parte de nuestra vida y nuestra vida transcurre mientras las alcanzamos. Además, cuando no nos sentimos satisfechos y felices con lo que hacemos, generamos a nuestro alrededor un entorno contaminado del que somos responsables y que, siempre, se vuelve en contra nuestra.

Este cuento de autor desconocido lo leí hace algún tiempo en un maravilloso libro de Rosario Gómez (Cuentos con alma) que lo recomiendo fervientemente.

He querido publicarlo coincidiendo con el inicio del año ya que es este el momento en el que más propósitos marcamos para nuestra vida.

¡¡Sean felices y disfruten de la vida!!








1 comentario:

  1. Conocía el cuento, ya no me recordaba lo didáctico que es. Es cierto que muchas veces buscamos la felicidad fuera de nosotros mismos y no valoramos lo que tenemos, lo que somos...
    Tenemos el reto de ser mejores, de evolucionar, de conseguir objetivos que nos favorezcan a nosotros y a los demás...
    La aventura de Crecer, de Vivir hay que hacerla con actitud positiva para alcanzar la Felicidad.
    !Gracias por enseñarnos!

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