jueves, 6 de diciembre de 2012

La carrera de un campeón

Todos los chicos estaban impacientes en la línea de salida. Cada uno de ellos albergaba la ilusión de ganar la carrera o al menos quedar en segundo lugar. Los padres, a ambos lados del camino, mandaban palabras estimulantes para animarles a que fueran los campeones. En realidad, aunque los chicos no eran plenamente conscientes de ello, había un premio mayor que ganar la propia carrera: el deseo de que sus padres se sintieran muy orgullosos de ellos.

 En el momento en el que un estridente silbato dio la señal de comienzo, los chicos empezaron a correr con todas sus fuerzas. En cada uno de ellos, el corazón latía con rapidez. Eran corazones llenos de ilusión, de energía y de confianza. Cada corazón intuía que podía ganar. Uno de los chicos que iban en cabeza, en un pequeño desnivel, perdió el paso y cayó de bruces al suelo. Algunos espectadores soltaron una carcajada. Un sentimiento de vergüenza le invadió de tal forma que deseó desaparecer, que la tierra se lo tragara. Pero en ese momento oyó con claridad una voz que le decía: ¡levántate y gana la carrera! Se puso en pie y de nuevo empezó a correr con todas sus fuerzas. Poco a poco alcanzó a algunos de los corredores que iban en la cola, pero al llegar a una curva, perdió el equilibrio y se estampó contra unos espectadores. Levantándose como pudo, pidiendo perdón y despreciándose a sí mismo se preguntó, con lágrimas en los ojos, por qué no había abandonado la primera vez. Pero de nuevo oyó la misma voz: ¡sigue corriendo! Apenas veía al último corredor, pero a pesar de todo se esforzó al máximo para recuperar el tiempo perdido. 

-Tengo que alcanzarles, tengo que alcanzarles- se repetía sin parar.

Tan obsesionado estaba dando vueltas a sus propios pensamientos que  no vio el charco que había en el camino, resbaló y volvió a caerse al suelo. Desolado y sin voluntad para seguir, el joven se quedó sentado sollozando amargamente.

-He perdido la carrera y he hecho el ridículo más espantoso. Todo es inútil. Jamás volveré a participar en ninguna carrera.

-¡Levántate y sigue corriendo!- dijo de nuevo aquella voz-. Ganar no consiste en ser el primero en la carrera, sino en volverse a levantar.

De nuevo el joven se levantó y una vez más, sacando fuerzas de donde no las había, echó a correr. Apenas sentía ya sus magulladuras y sus penas. Para él ahora la carrera tenía un nuevo sentido: triunfar ya no dependía de ganar la carrera sino de mantener un compromiso, el compromiso de que, ganara o perdiera, no abandonaría.

Tres veces más se cayó y tres veces más se levantó. Y cada vez que se levantaba corría como si pudiera realmente ganar esa carrera. Sus adversarios no eran ya los otros chicos, sino sus propias dudas.

A la línea de meta llegó el ganador entre grandes aplausos. Cabeza en alto, orgulloso, sin ninguna caída que lamentar. Pero cuando el joven que se había caído tantas veces cruzó la línea de meta, la multitud puesta en pie le dio a él la mayor de las ovaciones por haber sido capaz de acabar la carrera. Para los presentes aquel chico había sido el verdadero ganador porque él había participado en la carrera más difícil, la que se corre contra la soledad y la desesperación.

El joven se acercó a sus padres y les dijo:
-Lo siento, no lo he hecho nada bien.
-Te equivocas hijo, es imposible que unos padres puedan sentirse más orgullosos de un hijo. Para nosotros tú has ganado porque te has levantado todas las veces que has caído.


Este bonito cuento que leí en un libro del gran profesor Mario Alonso Puig, es el fiel reflejo de lo que debe ser la vida. Todos participamos en continuas carreras a lo largo de nuestra existencia. El que realmente llega a ser un triunfador es el que se levanta tras la caída y sigue luchando por conseguir los objetivos. Si quedamos en el suelo, lamiéndonos las heridas y culpando a todo lo que se encuentra a nuestro alrededor, nos convertiremos en auténticos perdedores.






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